4 de diciembre de 2011

Testimonio de conversión


Los primeros 36 años que he vivido en el estado ateo de Rusia no han sido del todo una vida sin Dios. Sin embargo, habíamos sido educados por padres ateos, por una escuela secularizada, por toda nuestra sociedad profundamente materialista. De Dios no se hablaba.
Mi abuela paterna, Ekaterina Djugashvili, era una campesina casi iletrada, precozmente viuda, pero que nutría confianza en Dios y en la Iglesia. Muy piadosa y trabajadora, soñaba con hacer de su hijo sobreviviente –mi padre– un sacerdote.
El sueño de mi abuela no se realizó jamás. A los 21 años mi padre abandonó el seminario para siempre.
Mi abuela materna, Olga Allilouieva, nos hablaba gustosamente de Dios: de ella hemos escuchado por vez primera palabras como alma y Dios. Para ella, Dios y el alma eran los fundamentos mismos de la vida.
Agradezco a Dios que ha permitido a mis queridas abuelas que nos transmitiesen las semillas de la fe; si bien eran exteriormente obsequiosas con el nuevo orden de cosas, conservaron profundamente en el corazón su fe en Dios y en Cristo.
Cuando mi hermano murió, mi hijo de 18 años estaba muy enfermo. No quería ir al hospital, a pesar de la insistencia del doctor. Por primera vez en mi vida, a los 36 años, pedí a Dios que lo curara. No conocía ninguna oración, ni siquiera el Padre Nuestro. Pero Dios, que es bueno, no podía dejar de escucharme.
Me escuchó, lo sabía. Después de la curación, un sentimiento intenso de la presencia de Dios me invadió.
Con sorpresa de mi parte, pedí a algunos amigos bautizados que me acompañaran a la iglesia. Dios no sólo me ayudó a encontrarlo, sino deseaba darme mayores gracias. Me hizo conocer al sacerdote más maravilloso que podía encontrar, el P. Nicolás Goloubtzov (1890-1963). Él bautizaba en secreto a los adultos que habían vivido sin fe. Fue también el padre espiritual del P. Alexander Men, que se convirtió en célebre predicador, asesinado en 1990 luego de muchas amenazas de muerte, por las numerosas conversiones que suscitaba entre la juventud en torno suyo.
Yo tenía necesidad de ser instruida sobre los dogmas fundamentales del Cristianismo. Bautizada el 20 de mayo de 1962, tuve el gozo de conocer a Cristo, aunque ignorase casi toda la doctrina cristiana. Desgraciadamente el P. Goloubtzov murió en marzo de 1963.
Encontré por vez primera en mi vida católicos romanos, en Suiza, cinco años después de mi bautismo en la Iglesia ortodoxa rusa.
Los quince años que transcurrí en América han sido para mí causa de tormentos y de desorientación. Tras el nacimiento de mi hija, fruto de mi matrimonio en EE.UU., pareció que llegaba para mí la posibilidad de una vida normal. Pero pronto sobrevino de nuevo la turbación y la amargura; todo terminó con la separación conyugal.
Durante estos años mi vida religiosa era confusa, como todo el resto. Me encontraba de frente a un cristianismo americano múltiple. Cada denominación me invitaba. Todos me testimoniaban una gran simpatía. Yo tenía necesidad de descubrir lo que era justo en la multiplicidad de confesiones y perdía la noción de lo que yo misma era personalmente y en qué creía. Busqué también en la Ortodoxia la solución de mi búsqueda personal. Las respuestas a mis interrogantes me parecían demasiado abstractas. A pesar de la amistad que había entablado con intelectuales de la Ortodoxia, como la familia Florovsky, mi sed espiritual permanecía insatisfecha.
Un día recibí una carta de un sacerdote católico italiano de Pennsilvania, el P. Garbolino que me invitó a hacer una peregrinación a la Virgen de Fátima, en Portugal, con ocasión del 70º aniversario de las apariciones. En momento no fue posible, pero nuestra correspondencia de amistad duró más de 20 años y me enseñó muchas cosas.
Mediante este intercambio epistolar más de una vez se planteó la cuestión de mi adhesión a la fe católica. Pero la publicidad y el hecho de ser devorada por los medios de comunicación social, me había dado una pésima impresión ya al llegar a los Estados Unidos. Explicar a la luz del día mis sentimientos más personales, mi fe, mis relaciones con Dios, ni siquiera estaba dispuesta a pensarlo. No podía rnás hablar en nombre del pueblo ruso.
En 1969 el P. Garbolino que se encontraba en New Jersey vino a hacerme una visita a Princeton. Yo continué escribiéndole a Pittsburgh. En aquel momento yo era divorciada e infeliz, pero él, como buen sacerdote, siempre encontraba las palabras apropiadas y prometía siempre rezar por mí.
En 1976 encontré en California una pareja de católicos, Rose y Michael Ginciracusa. Viví dos años con ellos. Su piedad discreta y su solicitud hacia mí y mi hija me conmovieron profundamente.
En 1982 partimos para Inglaterra, para permitir que mi hija recibiera una buena educación europea. Mis contactos con los católicos continuaban siempre naturales, calmos y alentadores. La lectura de libros notables como el de Raissa Maritain, contribuyeron a acercarme cada vez más a la Iglesia católica. Y así en un frío día de diciembre, en la fiesta de Santa Lucía, en pleno Adviento, un tiempo litúrgico que siempre he amado, la decisión, esperada por largo tiempo, de entrar en la Iglesia católica, me brotó naturalísima, mientras vivía en Cambridge, Inglaterra. Un amigo católico polaco me condujo al P. Cogglan del Seminario de Allem Halla en Londres. Habían pasado 15 años desde que tomé esta decisión y me confié con el P. Garbolino que había conocido y aparecido en los días en que los medios de comunicación social me turbaban.
Hay una cosa que aprendí por vez primera en los conventos católicos: la bendición de la existencia cotidiana, incluso la más escondida, de cada pequeña acción y del mismo silencio. En general soy felicísima en mi soledad; en la tranquilidad de mi departamento siento en modo vivo la presencia de Cristo.
Han pasado ya 13 años desde 1982, plenos de felicidad. Pero del mismo modo que jamás fui instruida convenientemente en la Iglesia Ortodoxa rusa al ser admitida 30 años atrás, así tampoco he recibido ninguna enseñanza más en la Iglesia católica. He debido aprender todo por cuenta mía leyendo libros que me han pasado amigos católicos o frecuentando asiduamente las librerías.
La diferencia entre la soledad en la Iglesia ortodoxa oriental y aquella en la Iglesia católica me ha parecido bajo esta forma: en la ortodoxia oriental, una confesión raramente es escuchada, generalmente una vez al año por Pascua y sin la discreción que permite el confesionario. Sólo ahora he entendido la gracia maravillosa que nos producen los sacramentos como el de la reconciliación y la comunión ofrecidos no importa qué día del año, e incluso cotidianamente.
Antes me sentía poco dispuesta a perdonar y a arrepentirme, y no fui jamás capaz de amar a mis enemigos. Pero me siento muy distinta de antes, desde que asisto a Misa todos los días. La Eucaristía se ha hecho para mí viva y necesaria. El sacramento de la reconciliación con Dios a quien ofendemos, abandonamos y traicionamos cada día, el sentido de culpa y de tristeza que entonces nos invade: todo esto hace que sea necesario recibirlo con frecuencia.
Por muchos años he creído que la decisión crucial que había tomado de permanecer en el extranjero en 1967 fue una importante etapa en mi vida. Yo iniciaba una vida nueva, me liberaba y progresaba en mi carrera de escritora itinerante. El Padre celestial me ha corregido dulcemente. Fui nuevamente sumergida en una maternidad tardía que debía hacerme presente mi puesto en la vida: un humilde puesto de mujer y de madre. Así, en verdad, fui llevada en los brazos de la Virgen María a quien no tenía la costumbre de invocar, reteniendo que esta devoción fuese cosa de campesinos iletrados como mi abuela georgiana que no tenia otra persona a quien dirigirse. Me desengañé cuando me encontré sola y sin sustento. ¿Quién otro podía ser mi abogado sino la Madre de Jesús? Imprevistamente Ella se me hizo cercana, Ella a quien todas las generaciones llaman Bienaventurada entre las mujeres.

Este es el testimonio de Svetlana Iósifovna Stálina, hija del dictador soviético Iósif Stalin, fallecida el 22 de noviembre último en un asilo de Wisconsin, EE.UU.

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