3 de enero de 2012

El último samurái


Hace un tiempo vi la película "El último Samurái" y me llamó la atención una serie de puntos particulares que vemos hoy día en la situación de la Iglesia (luego explicaré cuáles son).

Brevemente para quienes no la han visto: la trama se funda básicamente en que el Emperador Meiji del Japón (estamos hablando de fines del siglo XIX) decide abrir las puertas de su Imperio a Occidente, para lo cual debe necesariamente modernizarse. Esto es lógico si pretende abrirse camino entre las potencias europeas (y Estados Unidos), ya desde el punto de vista económico -como la modernización de la industria, la tecnificación de la agricultura, etc.- ya desde el punto de vista militar -tecnologización del ejército e industria militar, etc.- y desde los demás puntos de vista. Esto claramente trae toda una serie de problemas socio-culturales en un Japón cuasi-feudal (en sus regiones más apartadas) y que finalmente se consolida en una rebelión que encabeza Katsumoto, uno de los generales del Emperador. Sin embargo esta rebelión, que en principio parece una sublevación directa contra la autoridad imperial (o contra las decisiones que ésta toma), a medida que avanza la película se va desdibujando. Sobre todo cuando vamos conociendo mejor al bando "rebelde".

Photo of Tom Cruise from The Last Samurai (2003)

Lo que conocemos al principio de la película sobre la situación de los rebeldes es lo que nos cuenta el alto funcionario japonés Omura que es pro-occidental -y que luego vemos cómo manipula al joven emperador- y que se hará a la búsqueda de un bravo capitán de la guerra de Secesión para que entrene a las tropas japonesas, les provea de artillería moderna, etc. Lo que en un principio oculta al joven oficial Nathan Algren es que lo ha elegido para que sofoque la rebelión del pequeño pero determinado ejército samurái que se niega a ceder al avance de Occidente; esto ha sido inspirado por la rebelión Sutsuma, acontecida en aquella época y por motivos similares.

Katsumoto, antiguo maestro del Emperador y consejero suyo considera que la revolución cultural que se está llevando a cabo está destruyendo la identidad del pueblo japonés, sobre todo en materia cultural, moral y disciplinar. Junto con su fiel ejército de samuráis resistirá hasta el último hombre.


El capitán Algren es herido en batalla y hecho prisionero. Es curado en un pueblo dominado por los propios samuráis y allí comenzará a entender el asunto de raíz. Durante su recuperación advierte que el líder guerrero es un hombre sumamente culto y que él pelea por el Emperador y para salvaguardar al Imperio de lo que él considera el germen de la destrucción, que es el avance del occidentalismo. Es más; Katsumoto asegura que si el Emperador se lo pide, él se mataría con el suicidio ritual.

Ante el cambio de perspectiva de la situación que vive, Nathan Algren finalmente adherirá al ideal samurái tras conocer su cultura y ganar una reputación entre los propios guerreros. Él mismo ayudará a Katsumoto y a su pequeño ejército a diseñar el plan de lucha.

Photo of Tom Cruise from The Last Samurai (2003) with Ken Watanabe

Katsumoto decide sin embargo intentar una conciliación plena con el Emperador (especialmente con el Gabinete) y se presenta ante el Consejo. Contrasta su vestimenta tradicional con la de los demás, vestidos a la occidental; Katsumoto ofrece simbólicamente su sable al Emperador, pero éste, bajo la influencia de Omura, lo rechaza. 

Photo of Ken Watanabe from The Last Samurai (2003)

Katsumoto es hecho prisionero bajo una consigna injusta, pero logra escapar tras ser rescatado.
En la batalla final el ejército samurái lucha con coraje pero son superados en número y luego aniquilados por las ametralladoras. Katsumoto apenas sobrevive para suicidarse en el campo de batalla y las tropas imperiales lo reverencian en forma de tributo ante el escandalizado Omura.

Photo of Tony Goldwyn from The Last Samurai (2003)

En la escena final Algren, ya recuperado de las heridas de la última batalla se presenta ante el emperador y le ofrece simbólicamente el sable de Katsumoto al Emperador, quien lo acepta desoyendo los consejos de Omura y humilla a éste en medio de la corte. El mismo Emperador asegura que él ha querido lo mejor para su pueblo y que no ha encontrado ello en las innovaciones occidentales. Luego despide a la comitiva inglesa sin hacer trato comercial.

Photo of Shichinosuke Nakamura from The Last Samurai (2003)
Nathan Algren le ogrece el sable al Emperador, mientras el señor Omura (atrás) es humillado.

¿Qué nos queda de todo esto?

Personalmente, destaco una serie de puntos que tienen mucho que ver con la situación de la Iglesia hoy. Pongámoslo de la siguiente manera: la Iglesia en el siglo XX ha tenido una considerable apertura al pensamiento moderno, incluso secular. Es lo que llamamos “modernismo” y que ha sido tan condenado por San Pío X y por los sucesivos pontífices. Aquí el punto no es empezar a echar culpas sino a aceptar la realidad. Digamos entonces que gran parte de las infiltraciones modernistas que sufrimos hoy vinieron de la mano durante y tras el Concilio Vaticano II –no importan ahora los orígenes particulares.

En medio del torbellino post-conciliar surge un grupo calificados por la línea oficial, digamos, como “rebeldes” y surge un Katsumoto que reconoce a la autoridad –el Papa- pero que declara la guerra total al modernismo y demás pensamiento que ciertas facciones quieren imponer (Teología liberal, Teología de Liberación, etc.).



También tenemos un punto en contra: la cantidad de propaganda que ciertas figuras de la línea oficial quieren hacernos creer y que no es la plena y certera realidad (recordemos a Omura, funcionario del Emperador), sino algo presentado como obstáculo para lograr objetivos personales.


Más allá de posiciones que cada uno pueda tener (quienes me conocen saben cuál es la mía), hay un punto objetivo que trasciende la opinión personal y que es la realidad misma. Las ideologías o falsas interpretaciones que se interponen con lo tradicional y que resultan no ser más que patrañas que confunden a los fieles y al clero mismo.


Y ojo, acá no estoy diciendo que entre los guerreros samuráis no hubiera algún piromaníaco, algún fanático fundamentalista del sintoísmo más estricto o algún anarquista que aprovechara la oportunidad para tirarle a los imperiales con munición gruesa. Tampoco estoy justificando los hechos de los que se valió Katsumoto para ser escuchado o estoy avalando la violencia para combatir la ignorancia o la necedad.


Katsumoto muere fuera de la ley, muere fuera de la corte. Aunque su causa era buena, no supo medir sus acciones; su sucesor, Algren, lo logra. Que así suceda.

Así pues lo que apunto con esperanza es a la última escena: la reconciliación en la que el capitán Algren (el último samurái, quizás) rinde tributo al Emperador y lo honra con el sable con el que Katsumoto lo honró en batallas pasadas. Quizás entonces haya “males necesarios” que uno cree ver en la realidad pero que finalmente triunfarán para mayor gloria de Dios en la reconciliación fraterna, que no es más que producto de la confusión y la manipulación de figuras difusas que sólo persiguen su propio interés.

El que tenga oídos, que oiga. Mt. XI, 15

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